Según estadísticas de última hora, relativamente científicas y probablemente acertadas, consultamos el móvil (inteligente, eso sí), una media de 185 veces al día.
Hemos desarrollado un hábito tendente a la adicción, con una recompensa clara que es la inmediata satisfacción de saberse informado, miembro de una comunidad, leído y respondido; en definitiva acompañado por una sociedad virtual de amigos-conocidos-progenitores de la comunidad escolar-equipos deportivos-compañeros de empresa y primos hermanos.
A pesar de las quejas, la necesidad de silenciar grupos, de atribular la memoria del “chisme” con apps nunca usadas y la esclavitud digital en su conjunto: nos gusta.
Adoramos estar comunicados, sentirnos al otro lado de la nada con una acumulación de conocimiento feroz y certera. Nos encanta saber y qué sepan de nosotros; y lo más importante, creemos en el ingenio divulgativo.
La creatividad del homo sapiens tiene hoy su máxima expresión en la capacidad de crear memes ipso facto. El instante mismo de la noticia llega acompañado de interpretaciones gráficas ocurrentes, llenas de humor. Una suerte de infografías-chiste acude en aluvión a nuestra pantalla. Y la mayoría de las veces ( y en mi caso siempre) desconocemos la identidad del autor. Vienen sin firmar.
Reivindico la firma de esos memes, algunos grandiosos, por hacernos sonreir un segundo. Quizá no son una fuente de comunicación fiable y objetivo, pero muestran un ingenio vivo y capaz.
Al igual que los monumentos al “soldado desconocido” el reconocimiento a la labor del “hacedor” de memes anónimo es su viralización: inmediata, común, a todos nuestros grupos. Para ser los primeros, para que la cadena de las 185 visualizaciones no se rompa, y la cadencia continúe.
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